domingo, 30 de diciembre de 2012

El Billete de $500

Guido heredó de su padre hace 14 años un amplio local de venta de telas en el barrio de Once. Administra cerca de $5 millones mensuales. Como otros locales de la zona, prefiere operar en efectivo para no superar el límite declarado de recaudación indicado por su contadora. En las tareas de control, se turna con su hermana, aunque él es el encargado de realizar los cobros importantes del negocio. Dice que ha tenido que ganar agilidad para contar billetes, tarea que no puede delegar. Hay días que pierde más de dos horas contando. Se queja de que varias veces recibió billetes falsos y lamenta que los de máxima denominación no puede usarlos en vueltos.

En una nota publicada en el portal El Nuevo Punto de Equilibrio, titulada "Nuevo tabú: el billete de máxima denominación", Ezequiel Fanelli revela que, con el billete de $100, Argentina tiene el peor poder de compra de dólares de las economías capitalistas de América. El autor remarca “la menor capacidad de compra real de los billetes disponibles en la red de cajeros de todo el sistema bancario argentino, con las complicaciones que eso trae aparejadas".

En agosto de 2011, Carlos Reutemann, había presentado un proyecto en el Congreso, señalando la necesidad de que se impriman billetes de $500. “El de $100 resulta una expresión de valor demasiado pequeña frente a las necesidades transaccionales”, sostenía el ex gobernador de Santa Fe. Y agregaba que “los billetes de mayor denominación permitirían que los cajeros no se queden sin efectivo los fines de semana, porque los cajeros tienen una capacidad física limitada, por lo que con billetes de mayor denominación habría más dinero en el mismo espacio físico, permitiendo una mayor cantidad de extracciones máximas por cajero". También decía que "se podría abastecer la demanda de efectivo con menor necesidad física de impresión y disminuyendo los costos para ello”.

Evidentemente, la comodidad, un mayor aprovechamiento de los cajeros automáticos y un supuesto menor costo de impresión no son factores de peso suficiente para activar la decisión de emisión de billetes de mayor denominación. El Gobierno tampoco se hace eco de los que creen que el mantenimiento del billete de 100 representa un acto de tozudez para no sincerar los aumentos de precios.

Quienes pretenden ocultar ganancias deben soportar crecientes costos de transacción que, como en el caso de Guido, deben ser asumidos por los propios dueños los negocios. Hoy existen medios de pago de uso extendido, como tarjetas, cheques y transferencias, que implican un mejor registro de las transacciones, son más cómodos y seguros. La bancarización, además, permite contar con información mucho más precisa sobre el funcionamiento de los mercados, aumentar la eficiencia recaudatoria y disminuir los riesgos de asaltos.

En efecto, la informatización de las operaciones facilita el diseño de una política económica más sofisticada y efectiva para poder redistribuir mejor el ingreso y estimular al desarrollo productivo. La tarjeta SUBE o la devolución de IVA con pagos realizados con tarjetas de débito son incipientes instrumentos que podrán permitir el diseño de políticas que promuevan una más equitativa distribución del ingreso. No es casualidad que, en las economías más desarrolladas tecnológicamente y más equitativas, como las de los países nórdicos de Europa, el uso del efectivo esté en extinción.

En Estados Unidos tampoco se emitieron billetes de mayor denominación, a pesar de que con un billete de Benjamin Franklin sólo se puede comprar en ese país un 13% de lo que se compraba hace 50 años.
Las complicaciones operativas que puedan surgir en algunos casos no son graves; en cambio, la emisión del billete de $500 facilita la evasión fiscal y podría tener efectos adversos sobre mayores expectativas inflacionarias.

Por otra parte, es discutible que la no emisión de billetes de mayor denominación tenga aparejada dificultades transaccionales. El mantenimiento del máximo actual de $100 reduce los problemas de entregar cambio, dado que, con el aumento de los precios, crece la tendencia al redondeo y no se requiere tanta moneda de denominación intermedia para vueltos. Al respecto, cabe advertir que el ticket promedio en supermercados a nivel nacional, hasta septiembre pasado, era de $144, según un informe de la consultora Nielsen, con lo cual el billete de $100 se ajusta a las necesidades de las operaciones más frecuentes. Para compras de mayor magnitud, crece el uso de tarjetas, cheques y transferencias. Desde noviembre de 2010, estas últimas son inmediatas y gratuitas hasta $10.000 y tienen costos muy bajos para montos superiores (hasta $110.000 cuestan sólo $5). El cheque cancelatorio, por su parte, también es gratuito y no está gravado por el impuesto al cheque cuando, como aclara el portal www.clientebancario.gov.ar del BCRA, “una persona cobra en efectivo en la ventanilla y acto seguido deposita el efectivo en su caja de ahorro”.

A su vez, la no emisión de billetes de mayor denominación tiene otros efectos: complica la inyección de billetes falsificados al mercado, tanto porque promueve una tendencia a la bancarización como porque no pueden ser entregados en vueltos; los extravíos de grandes sumas son más dificultosos (por los volúmenes físicos involucrados) y el deterioro y/o pérdida de billetes es un problema menor.

Tampoco parece claro que la impresión de billetes de mayor denominación implique un ahorro fiscal. La tendencia al mayor uso por parte de los consumidores de medios electrónicos para no cargar con tantos billetes achica los volúmenes necesarios de impresión. En su defecto, el beneficio fiscal potencial por la promoción de la bancarización en el mediano y largo plazo es tan alto que no debe ser aceptable esa discusión.

Más allá de las necesidades de infraestructura tecnológica que tienen que sustentar esta política y de que se requiera un debate sobre los aranceles que cobran las tarjetas por su uso, un tema crítico para cualquier país en vías de desarrollo es el de cómo hacer más eficiente su sistema recaudatorio y mejorar la capacidad de gestión. En ese sentido, ceder a la presión de ciertos sectores de la opinión pública y emitir el billete de $500 sería, cuanto menos, torpe. Realizar grandes operaciones en efectivo será cada vez más absurdo y quedarán relegadas a espacios de marginalidad que busquen evadir el pago de impuestos.

Pese a la demanda creciente por el billete de 500 y a la antipatía que genera en quienes se resisten a operar con medios electrónicos, esta administración expresa un nuevo matiz de una política económica que antepone el interés colectivo sobre el de particulares.